miércoles, julio 30, 2008

Chequeando a las tropas en Irak


Con razón el presidente Bush no da una en la guerra en Irak.

Observen que los lentes de larga vista estan tapados

lunes, julio 28, 2008

Adiós a los aguacates




Un día de estos escuché a mi madre comentándole a su esposo que la libra de lomo de aguja costaba 14 colones. Mi padre le respondió que en estos tiempos no existía nada barato.

-“Hasta los aguacates se han vuelto tan caros que muy pocas personas los pueden adquirir”, acotó.

Hace varios años en mi pueblo natal, Jocoaitique, al norte de Morazán, los aguacates costaban si acaso un cuartillo (tres centavos) para aquellas personas que no tenían el árbol ni la cosecha en su casa o no querían caminar al monte para cortarlos o “bajarlos a pedradas o garrotazos”, como decía mi padre.

El aguacate, la guayaba, el piñico, las flores de izote y de madrecacao, han jugado un papel fundamental en la dieta de los salvadoreños. Si en el campo no hubieran existido esas frutas, también hubieran languidecido la vida de los campesinos que representan el 60% de la población y constituyen el factor de equilibrio en esta sociedad.

Desde luego, aquellos tiempos no pueden compararse con estos. “La historia no se repite porque entonces sería una comedia”. El salvador y sus habitantes han cambiado. El salvadoreño de “antes”, más que todo, los campesinos, no conocían de ecología, ni de reservas silvestres o simplemente de protección de flora y la fauna.

De hecho cuando al caer la tarde, los campesinos se sentaban a platicar al borde del camino o en el cerco de piedra, lo primero que sacaban era el corvo o el machete para darle con el filo al tronco o rama de un árbol. Era una costumbre inveterada, una especie de ritual. Los sociólogos, que haces sus tesis sin haber vivido en el campo, atribuyen a esa manía del corvo a un deseo de violencia reprimida. ¡Puede ser, quién sabe!

Sin embargo, el corvo nunca hirió la corteza del árbol de aguacate y muy pocas veces vimos dañado el madrecacao en flor. El guayabo sí porque era utilizado para la leña, hacer trompos zumbadores y mangos de machete. En todo caso, el guayabo es un árbol cimarrón que crece silvestre en la campiña salvadoreña.

El campesino sabía que ese árbol le prodigaba alimentación, por eso lo cuidaba y cuando obtenían una buena semilla de “aguacate de mantequilla”, lo cuidaban en el solar de su casa. Por eso no era extraño observar en esos predios de tierra abonada con excremento de vacas, los árboles de aguacate, limoneros, el naranjo, matas de guineo y el ilustre izote en los cercos de piedra o alambre de púas.
Esa era la vida de antes.

Ahora se maneja otro tipo de simbología y señales: inflación, alto costo de la vida, devaluación, política cambiaria, crediticia y monetaria. Existan o no estos términos técnicos que los economistas utilizan para ilustrar sus seminarios, lo cierto es que los aguacates raizosos o de mantequilla, los huevos, la leche y las chilipucas, han subido de precio y el salvadoreño medio, ya no digamos los campesinos, no cuentan con el suficiente poder adquisitivo para comprar y degustar esos productos considerados en la actualidad como “manjares suntuarios”.

A nadie le hace gracia ir al mercado, ya no digamos al “súper” y comprobar como los precios e han ido por las nubes. La propaganda y el discurso de los funcionarios se estrellan contra la dura realidad que se vive diariamente. Ya las amas de casa ni tocan los aguacates, los guineos majonchos o los tomates. Mejor preguntan y miden las ilusiones contenidas en la cartera.

El dicho de “los viejos tiempos fueron mejores”, tiene validez para nuestros mayores. Sí, ellos comerciaban con el cuartillo, el real, los dos reales, las cinco manos, la libra y los centavos. Esas palabras que son parte de una tradición oral han sucumbido para dejar espacio a los términos técnicos y la sustitución de monedas. Ahora el comercio es en grande y se vale de todo; desde la galopante inflación, hasta el contrabando, los acaparadores y la ley del más fuerte.

En esta triste realidad, le tenemos que decir adiós al aguacate, a los guineos majonchos y a los piñicos. Ojalá que nunca tengamos que despedirnos del shuco, del atol de elote y del chilate con nuégados. Ni mencionamos las pupusas porque estas ya subieron de precio y están perdiendo la calidad, el sabor, que las caracterizaron en años anteriores.

Los economistas y los expertos en inflación y pérdida de poder adquisitivo de la moneda, pueden hacer sus análisis y quizás nos expliquen porqué suerte de magia los precios de los productos que siempre han constituido la dieta básica de los salvadoreños (frijoles, arroz, aguacates, maíz, azúcar y sal) han subido de precio. Esta es la cristalina verdad que diariamente afrontan las mayorías, esas que producen la riqueza que crea los valores de ésta nación que se resiste a perder su identidad y su tradición.

San Salvador, domingo 3 de diciembre de 1989

Enrique S. Castro
De su libro “Trapiche”

domingo, julio 27, 2008

CHICAGO

Todo es culpa del Lago Michigan...

En el corazón del medio oeste de los Estados Unidos, un lago fue descubierto en 1634 por el francés Jean Nicoletl: el Lago Michigan. Este lago tiene varias singularidades, por ejemplo, es el único “gran” lago perteneciendo enteramente a Estados Unidos, además de ser el tercer mayor de los cinco Grandes Lagos que comparten Estados Unidos y Canadá. Su extensión es casi tres veces el tamaño de El Salvador.

El “agua dulce” del lago es frígida en pleno verano y glacial en invierno. Y es en invierno cuando la ribera del lago es más caliente que dentro de la ciudad misma, y viceversa en verano, cuando en sus playas, se siente más fresco que dentro de la ciudad. Finalmente, sus riberas albergan muchas grandes ciudades del “midwest” gringo, entre ellas está la bella Ciudad de Los Vientos”: Chicago.

"Chicagoland" es la tercera mayor ciudad de los Estados Unidos (después de Nueva York, Los Ángeles), y fue fundada y establecida por un individuo raza negra: el ex-esclavo haitiano Jean Baptiste Pointe Du Sable. Aunque este antecedente histórico no le gusta mucho a la élite blanca de la ciudad, sólo han logrado minimizar su significancia, pues no se puede ocultar el hecho.

El nombre de la ciudad deriva del vocablo “checagou”, dado por los nativos originales de la región a la zona pantanosa donde se fundó la ciudad, que ha crecido, en parte, robándole tierra al lago. El actual “downtown” de Chicago, y el enorme parque, corriendo en casi toda su orilla, se halla sobre tierra robada al lago.

Cuando llegué a Chicago, me pareció imponente, ordenada, limpia, multinacional, multirracial, bien diseñada, y con fácil nomenclatura de las calles. Las estaciones climáticas son bien remarcadas, y el otoño, con sus hojas policromadas haciendo arco en las avenidas y bulevares..., eso es inolvidable!. Pero algo me pareció extraño entonces, y esto fue la patente segregación racial.

En el oeste y sur de la ciudad viven principalmente los “niggers” y “mexicans”, al norte los blancos y otras minorías asiáticas... y al este reposa el lago, con los millonarios viviendo en su ribera, o “the Magnificient Mile”.

Dentro de los segregados puntos cardinales también ocurre una ulterior microsegregación. En el sur, por ejemplo, hay barrios negros, hispanos, serbios, alemanes, irlandeses, y barrios inaccesibles a otras minorías. En el norte hay zonas y calles como la Devon Street de los hindúes, Taylor Street de italianos, Argyle Street, vietnamitas, Humbold Park, puertorriqueños, Milwaukee Avenue, polacos, Lincon Square, griegos, Albany Park, árabes... Al menos así era cuando yo arribé en marzo/1981.

Chicago está rodeado por un millar de otras pequeñas ciudades, villas, suburbios, dentro de la gran ciudad (“greater Chicago”), que la hacen parecer inmensa en el mapa lumínico nocturno. Cuando llegué eran dos millones y medio, con 350 mil hispanos, cuando la dejé en julio de 1999 ya éramos cuatro millones, y con 600 mil hispanos...

Cuando regresé de turista a Chicago, para la Navidad del 2000, después de 18 meses residiendo en San Salvador, lo sentí por primera vez, y se ha hecho más fuerte con los años... Y es esa extraña sensación en mi ser cuando el avión desciende, casi lo que siento cuando llego a mi patria..., eso siento cuando visualizo el Sears Tower, el John Hancock Center... ¡El Lago Michigan!.

Son esos 18 años vividos con el amor de mi vida, más tres hijos, viviendo y amando esa ciudad, que a mil metros siempre me sacuden.
Tamen

miércoles, julio 23, 2008

Saludo a La Paz en El salvador - Rafael Hernández

Los señores Salvador, Vicente y Miguel hicieron La Unión para poder Cojutepeque con La Libertad. Después de La Sociedad se llevaron a la Rosario de Mora para las Cabañas. Era el mejor Refugio para darle hasta El Coyolito.

En ese Paraíso ella se sentía La Reina, porque se le Divisadero un gran Colón.

Ellos querían Berlín si podían Panchimalco. Le subieron la Nahuizalco y le bajaron el Corinto.

Le metieron La Palma y le tocaron El Paisnal. Pero estaba muy Usulután.
Pero yo Opico, que le den por Tacachico.

Pero ella dijo que no, porque le Sacacoyo la Cacaotera. Y la deja en Granada y con Dolores.
-Entonces ¿Izalco?
-No, mejor Metapán.
-Yo quiero una buena Ventura.
-Entonces yo no soy tu Porvenir porque la Tenancingo muy Delgado.
-Yo lo que quiero son Delicias y que me den Alegría.
-Pues nos vamos a Las Vueltas y te dejo en Libertad, para que no seas tan Cuscatlán y logremos La Paz.

Por el comediante guatemalteco Rafael Hernández
con nombre artístico "Velorio Chapin"
Tamen

domingo, julio 13, 2008

La pelea del siglo



Siempre he sido aficionado al deporte de las narices chatas y las orejas de coliflor, el boxeo.
La afición la heredé de mi padre quien no se perdía las transmisiones en directo por radio de onda corta que llegaban hasta nuestro país, provenientes de los Estados Unidos.
En mi casa-una pieza de mesón cerca del centro de San Salvador- se reunían muchos de nuestros vecinos alrededor de aquel enorme radio marca Philco de tubos al vacío que teníamos en el corredor a escuchar las narraciones que procedían del Madison Square Garden de Nueva York, la Meca del boxeo mundial, hasta ese momento.

Recuerdo haber escuchado en la vieja radio, peleas de boxeadores famosos como Floyd Patterson, Sugar Ray Robbinson, Rocky Marciano, Jack LaMotta, Kid Gavilán, Tony Zale, Jersey Joe Walcott y Cassius Clay, que más tarde cambiaría su nombre por el de Mohammad Ali.

Posteriormente, y con la llegada al país del hasta entonces“novedoso” medio de comunicación -la televisión-, pude ver “en vivo”, peleas memorables como las de Ali-Bonavena, Frasier-Foreman, Leonard-Duran, Olivares-Argüello, Hagler-Herns, Ali-Norton, así como también de boxeadores nacionales como El “Pato” Fuentes, “Chubalo” Cubías y el “Cipote” Avilés.

Pero de todas ellas, la que más presente tengo en la memoria es el primer combate protagonizado por el entonces campeón mundial invicto de los pesos pesados Joe Frazier y el retador, también invicto, Mohammad Ali, quien había sido despojado de su condición de campeón de todos los pesos tres años antes, por haberse rehusado prestar servicio militar; pelea que fue promocionada como “La pelea del siglo” por los organizadores, en la cual se les garantizaba a los contendientes no menos de dos millones y medio de dólares, cifra astronómica, y hasta entonces, nunca antes devengada por ningún púgil.

Pero este relato no es sobre ese famoso combate protagonizado por Ali y Frazier, en 1971, considerados en ese momento los dos mejores boxeadores de peso completo, sino sobre otro, -que a mi juicio-, fue mucho más disputado, emocionante, sangriento y por qué no también decirlo, divertido y jocoso; pero que no hizo titulares en el mundo entero, ni fue televisado por circuito cerrado, ni tuvo una bolsa millonaria; y que fue protagonizado por dos chichipates callejeros de San Salvador que se convirtieron en boxeadores amateurs de la noche a la mañana por la imperiosa necesidad de reunir dinero para comprar un pacha de guaro para quitarse la goma.

Corría el mes de agosto de 1968 y las fiestas capitalinas con motivo del Divino Salvador del Mundo estaban en todo su apogeo y plenitud. En esas fiestas se acostumbraba poner un cuadrilátero de boxeo en el predio que queda al frente del Parque Libertad, en el cual cualquier aficionado, novato o todo aquel que se sintiera gallito, podía calzarse los guantes y meterle un par de trompadas a cualquier otro valiente que se subiera al ring. Todo aquel que se subía al encordelado debía de aguantar, por lo menos, tres rounds de tres minutos o hasta que uno de los dos saliera noqueado.

Había un “referee” y dos “seconds”, uno en cada esquina, y eran los que se encargaban de calzarle los guantes a los pugilistas, de darles aire con una toalla manchada de sangre, sudor y saliva en el minuto de descanso, y un poco de agua, y también se encargaban de recoger dinero entre la concurrencia. Una pequeña parte de lo recogido era entregado a los gladiadores aficionados.

Las peleas eran por las tardes. Como eran días de asueto y el espectáculo era gratuito, lograban reunir unos cuantos cientos de espectadores, Pues en una tarde calurosa de esas, nadie se quería subir al ring. Y por más que el referee y los seconds incitaban a la gente a que se animaran a subir, nadie lo hacía. De repente una pareja de bolitos, que por su apariencia y vestimenta se notaba que eran chichipates de cantina , levantaron la mano indicando que ellos querían subirse al encordelado para hacer la cabuda para la pacha de zangolote.

Al principio, el encargado del show no los quería dejar subir, porque andaban todos shucos, apestaban a zanate muerto y se manejaban un juelgo a guaro marca Satanás.
Pero, al ver que nadie más se animaba a calzarse los guantes, a regañadientes, aceptó.

La majada que estaba viendo el espectáculo estaba muerta de la risa porque uno de los contendientes era bizco y le faltaban los tres dientes frontales del maxilar superior; y el otro boxeador era sapirulo, medio patojo y se le andaba cayendo el pantalón porque no traía cinturón ni mecate para amarrarse los calzones. Para terminarla de amolar, no tenía calzoncillos y se le miraban las nalgas y costras de tierra alrededor del “Aniceto”.

Sonó la campana invitando a los guerreros al centro del ensogado para iniciar el combate, tocaron guantes como caballeros, se persignaron, subieron sus brazos, empezaron a bailotear como verdaderos pugilistas…pero no lanzaban ningún golpe.

La nutrida concurrencia, al ver que no lanzaban trompadas, empezó a silbarles “la Vieja”, a insultarlos y a decirles que se bajaran del ring. Al ver esto, el referee les dijo:
“miren cabrones, si no empiezan a tirar vergazos voy a llamar a la Municipal para que se los lleve a la chirona por chichipates, y no les vamos a dar nada de pisto”.

Los dos bolitos asintieron con la cabeza.

Volvieron a levantar los guantes y empezaron de nuevo a bailar con más animosidad que al principio. Ninguno de los dos se animaba a tirar la primer ganchada y los espectadores empezaban a chiflar de nuevo. Al referee ya se le miraba la cara de emputado; cuando de repente, el más pequeño de los dos, soltó la primer manotada; un volado de derecha que pegó en pleno rostro de su oponente, haciendo que perdiera la vertical lanzándolo con violencia a la lona.

El gentío empezó a gritar emocionado y el árbitro empezó la cuenta reglamentaria de diez segundos. El bolito bizco que había sido derribado, se levantó encachimbado a la cuenta de ocho, se quita los guantes, corre a toda prisa en dirección de su oponente, se le deja ir encima y le zampa una patada en el culo a su oponente, aprovechando que el árbitro estaba de espaldas.

Los dos borrachos empiezan a tirarse manotazos a lo loco, se enredan en las cuerdas, el
árbitro interviene pero pierde el balance y los empuja sin querer afuera del ring.
Los aficionados que estaban cerca del encordelado tratan de ayudarlos, pero al sentir el patín a sobaco y a pata shuca, desisten de ello y los dos bolitos logran subirse de nuevo al ring por cuenta propia.

El árbitro le dice al bizco que las patadas no se valen en el boxeo, y este le dice:
“Eso a mi me vale verga. Quedamos con este cerote que nos íbamos a tirar golpes suavecitos para no hacernos daño, y este pendejo por poco me endereza el ojo bizco del vergazo. Hoy me las paga este cabrón”.
Y le dice el otro bolito: “Entonces ponéte los guantes y démonos verga como hombres y no tirés patadas a traición como culero”.

Los siguientes seis minutos de pelea entre estos dos personajes han sido los más emocionantes, intensos, sangrientos, y divertidos que jamás haya visto en mi vida.

Soltaron jabs, uppercuts, ganchos al hígado, rectos de derecha, bolo punches, volados, uno-dos, y hasta un par de coscorrones.

Cada vez que al más pequeño de los dos se le caían los pantalones, bajaba la guardia para subírselos para que no se le vieran las nalgas. Esto era aprovechado por el bizco para meterle un par de vergazos a la cara. Este, a su vez, por ser bizco, miraba doble, así que algunas veces tiraba los golpes al aire, ocasión que ocupaba el chaparro para meterle sus pijazos en la panza para sacarle los pedos.

No recuerdo cuantas veces cayeron a la lona, talvez unas seis o siete cada uno, y en cada ocasión se levantaban antes de la cuanta de diez. Casi al final del tercer round, el bizco cayó a la lona por un golpe bajo a lo huevos que le zampó el pequeño. La majada gritó “Foul”, y algunos se metieron a levantar al bizco para que siguiera dándose pija.

Cuando sonó la campana dando por finalizado el combate, la concurrencia ovacionó con un nutrido aplauso a aquellos dos guerreros que se habían dado golpes hasta por debajo de la lengua.

El bizco terminó con otro diente menos, dos chindondos en la cabeza y la oreja derecha como de elefante. El chiquito, terminó con los dos ojos cerrados, con la nariz quebrada y sin calzones, con la paloma y los huevos al aire libre.

Como justo premio a tan heroico, valiente y divertido combate, los promotores les entregaron a cada uno de los pugilistas, tres colones, una papelada de fruta helada con hielo para que se curaran los moretes. Y de premio principal: un medio litro de Muñeco, que para aquellos boxeadores aficionados guanacos era más valioso que la jugosa bolsa multimillonaria que se disputaron Alí y Frasier en Nueva York en la mundialmente famosa “Pelea del siglo”.

Y se acabuche, pata de cuche.

Memo R. Díaz