Ya hace 47 años que tuve el privilegio de hacer este
viaje de 10 horas por tren, y digo privilegio porque la industria ferrocarrilera
fue una de las valiosas bajas, secuela de doce años de darnos verga entre
nosotros mismos…. Desde entonces he leído y oído gobiernos izquierda-derecha "prometer" impulsar la industria de nuevo, en su propaganda electoral pintan fantasías de viajes en tren como yo tuve
el privilegio hacer quizás 4-6 veces entre 1971-1973…. todo termina en pura paja
politiquera, y la "promesa" política se termina con "quizás en un futuro
cercano"….. Pero este primer viaje que hice en tren en 1971 no lo puedo olvidar
ya que lo inmortalicé para mi mismo escribiéndolo en mi diario paso a paso, día
a día, momento a momento…, y la razón fue que en ese viaje me enamoré por siempre
de esa bella ciudad portuaria de La Unión… la cual por siempre vive empotrada profundo en mi corazón.
¡Un saludo a todos los unionenses!
A las cinco de la mañana del primero de septiembre en 1971, mi alero y yo, ambos en la flor de la adolescencia, llegábamos a la estación central de trenes ubicada anexo a la terminal de oriente en la ciudad capital de San Salvador.
Mi panita se veía animado y optimista, yo al contrario me sentía nefasto y corroído. Él había pasado dos meses lavándome el coco para ir dos semanas vacaciones donde familiares suyos en la ciudad oriental de La Unión, en el Golfo de Fonseca, yo no quería. Sus papas me pidieron le acompañara, yo les exponía la paja que mi ruco no me dejaba ir. Mi cherada sin decirme fue hablar con mi tata y me atrapó en la mentirilla…, acepté hacerle gallo, pero le puse la condición de sólo por una semana… "Allá decidimos" me dijo.
¡Yo hasta entonces odiaba los pueblos!... particularmente los portuarios, sólo uno conocía y la soledad que pasé un año atrás en el Puerto de La Libertad nunca la olvidaba, me había jurado nunca más ir a pueblos... ¡Pero iba a tragarme pronto mi juramento gracias a una bella gente y un diferente ambiente!
El viejo tren motor diesel amarillo, desperdicio de algún país europeo o los yanquis, arrancó a las seis de la mañana con rumbo a la ciudad más septentrional al oriente del país. ¡10 horas de viaje comenzaban! La máquina del tren era una de las "nuevas" locomotoras diesel recién compradas por FES (Ferrocarriles El Salvador), y consistía cómo de 20 vagones, pero sólo cuatro para pasajeros, los demás vagones eran para cargo.
Fue en 1964 cuando por primera vez me monté en un tren, esta vez era la IRCA de los ingleses, fue un viaje de Semana Santa a visitar familiares en una finca "a unas leguas" de Cojutepeque. Para entonces sólo existían viejas locomotoras de carbón, con vagones y bancas de madera de las que aún quedaban pues el vagón inicial que escogimos tenía estas ordinarias bancas de dura madera, entonces nos fuimos hasta el último vagón del tren, ¡el único que tenía los "nuevos" asientos acolchonados!..., ¡iba vacío!..., a excepción del banderillero del tren.
El banderillero era un hombre color de mi piel, de mediana edad, apestoso a alcohol, se encargaba en cada estación de dar el banderillazo de salida al guía de la locomotora 15-20 vagones adelante.
Inmediatamente el tren arrancó el singular
banderillero se metió al cubículo tipo-avión que servía de baño, pero a
diferencia de los aviones, en éstos, al levantarse la tapadera de la tasa salía
un ruido espantoso que sólo al sentarse medio se apaciguaba, peor aún, las
excretas caían al ambiente, sobre los rieles.
Al buen rato el banderillero salió del cubículo ojos vidriosos y apestando a alcohol, se había hecho sangre un tapis de muñecoff. Saliendo de San Martín se volvió encerrar en la letrina-cubículo y entonces salió más zapatón.
Al buen rato el banderillero salió del cubículo ojos vidriosos y apestando a alcohol, se había hecho sangre un tapis de muñecoff. Saliendo de San Martín se volvió encerrar en la letrina-cubículo y entonces salió más zapatón.
Comenzó a platicar con nosotros acerca del fútbol y el
equipo griego Panathinaikos, venido desde Grecia para jugar con la selección el
domingo…, y cuando hablaba también fumaba cigarros Embajadores sin
filtro como la máquina del tren, si hoy yo lo viera diría que estaba fumando
mota, pero entonces yo era cero vicios.
Mi Amigo cayó en profundo sueño y el banderillero me empezó a aburrir.
A las 10 de la mañana el tren comenzó serpenteando sobre la bajada de
una montaña y a lo lejos se veía un enorme valle con rectángulos de diferentes
colores por doquier, en medio del valle se arrastraba un pequeño río que
culebreaba todo lo largo del cultivado valle: ¡El Río Jiboa, el tercero más
largo del país!... Más al fondo, en aquélla mañana asoleada, asomaban dos picos
brillantes por el sol, y en sus faldas sobresalía del horizonte policromado la
Iglesia de Verapaz, en el departamento de San Vicente.
Mi Amigo cayó en profundo sueño y el banderillero me empezó a aburrir.
Al mediodía atravesábamos en línea recta una enorme
hacienda, los capullos blancos del algodón se perdían en el horizonte; la
hacienda era tan grande que mi vista no veía el final en ambos lados del vagón.
Indudable era que la vía férrea surcaba en la mitad de esta enorme extensión de
tierra... y hacía recordar el popular refrán de entonces: "Mucha tierra en muy
pocas manos".
La hacienda se encontraba en el departamento de Usulután y se llamaba "La Carrera", pertenecía al oligarca inglés Juan Wright, foránea familia oligarca que según se decía entre mi gente la propiedad tenía "miles de caballerías".
Pero al terminar este vivo ejemplo "de mucha tierra en muy pocas manos", el paisaje cambiaba tan de súbito, como si después de fertilidad... ¡de pronto!... sigue la muerte, era igual que salir de una casa del rico para entrar a una del pobre... piedra de lava muerta se perdía en el horizonte, no se veía muestra de vida en todo lo que abarcaba mi vista, ¡¡apenas escasos y sencillos arbusto asomaban de vez en cuando entre la roca negra. Al dirigir mi vista hacia el norte, el inmenso volcán Chaparrastique, ¡cómo un Rey!, dominaba la estéril vista de sus dominios. Era el segundo volcán más alto de la docena que forman una cadena a lo largo del litoral costero del país, había hecho erupción hacía muchos años y la enorme extensión de lava lo afirmaba.
Pero pasado el mediodía, y con ocho horas de tren, llegamos al departamento de San Miguel, la entonces tercera, y hoy segunda, ciudad más populosa del país. El abanderado, que ya entonces se veía a verga, se le había terminado el guaro, sin tanta paja nos dio dos colones y se atrevió a pedirnos que fuéramos a una cantina cercana a comprarle una pacha "el Migueleño", aguardiente de la caña de azúcar y producido y vendido localmente, la pacha valía 1:15., "Y hay se quedan con el cambio".
Los expendios de aguardientes, o cantinas, se encontraban por doquier y en El Salvador entonces se vendía alcohol y cigarros, así como se vendían medicinas, a cualquiera que tuviera el dinero y supiera preguntar; quizá, adelantándose a su tiempo, no les importaba edad o sexo.
Nomás le dimos la pacha y el banderillero se metió al baño para no salir hasta casi media hora después... ¡y en franca talega!...
Con esa salida sentí el deshidratante calor de San Miguel, famoso por sus garrobos y comencé a sudar profuso... ¡algo peor me esperaba!...
Hora y media después de haber salido de la ciudad de San Miguel, el tren de nuevo comenzó a bajar una montaña. En la distancia se veía mirando hacia el norte la cúpula y dos torres de una iglesia color blanco rodeado de un enorme caserío moreno reposando a la orilla del mar. Y hacia el sur de la ciudad descollaba la presencia del cerro de Conchagua... ¡el guardian de la ciudad!... no se divisaban edificios de más de dos pisos...
Pero algo más atrajo mi atención más allá de la ciudad..., ¡era como un anillo de bodas lleno de azul, dentro del cual La Unión era la piedra preciosa!...
… Contemplé fascinado lo que el español Andrés Niño vería por vez primera siglos atrás…
La hacienda se encontraba en el departamento de Usulután y se llamaba "La Carrera", pertenecía al oligarca inglés Juan Wright, foránea familia oligarca que según se decía entre mi gente la propiedad tenía "miles de caballerías".
Pero al terminar este vivo ejemplo "de mucha tierra en muy pocas manos", el paisaje cambiaba tan de súbito, como si después de fertilidad... ¡de pronto!... sigue la muerte, era igual que salir de una casa del rico para entrar a una del pobre... piedra de lava muerta se perdía en el horizonte, no se veía muestra de vida en todo lo que abarcaba mi vista, ¡¡apenas escasos y sencillos arbusto asomaban de vez en cuando entre la roca negra. Al dirigir mi vista hacia el norte, el inmenso volcán Chaparrastique, ¡cómo un Rey!, dominaba la estéril vista de sus dominios. Era el segundo volcán más alto de la docena que forman una cadena a lo largo del litoral costero del país, había hecho erupción hacía muchos años y la enorme extensión de lava lo afirmaba.
Pero pasado el mediodía, y con ocho horas de tren, llegamos al departamento de San Miguel, la entonces tercera, y hoy segunda, ciudad más populosa del país. El abanderado, que ya entonces se veía a verga, se le había terminado el guaro, sin tanta paja nos dio dos colones y se atrevió a pedirnos que fuéramos a una cantina cercana a comprarle una pacha "el Migueleño", aguardiente de la caña de azúcar y producido y vendido localmente, la pacha valía 1:15., "Y hay se quedan con el cambio".
Los expendios de aguardientes, o cantinas, se encontraban por doquier y en El Salvador entonces se vendía alcohol y cigarros, así como se vendían medicinas, a cualquiera que tuviera el dinero y supiera preguntar; quizá, adelantándose a su tiempo, no les importaba edad o sexo.
Nomás le dimos la pacha y el banderillero se metió al baño para no salir hasta casi media hora después... ¡y en franca talega!...
Con esa salida sentí el deshidratante calor de San Miguel, famoso por sus garrobos y comencé a sudar profuso... ¡algo peor me esperaba!...
Hora y media después de haber salido de la ciudad de San Miguel, el tren de nuevo comenzó a bajar una montaña. En la distancia se veía mirando hacia el norte la cúpula y dos torres de una iglesia color blanco rodeado de un enorme caserío moreno reposando a la orilla del mar. Y hacia el sur de la ciudad descollaba la presencia del cerro de Conchagua... ¡el guardian de la ciudad!... no se divisaban edificios de más de dos pisos...
Pero algo más atrajo mi atención más allá de la ciudad..., ¡era como un anillo de bodas lleno de azul, dentro del cual La Unión era la piedra preciosa!...
… Contemplé fascinado lo que el español Andrés Niño vería por vez primera siglos atrás…
La maravillosa entrada de mar formando un enorme
círculo dentro de tierra:
Hay una casta ciudad muy lejos al Oriente,
son horas de tren a través de tierra agreste,
pero bajando la montaña viniendo del Oeste,
veo esa lozana ciudad que guarda mi mente...
Viniendo de la capital la visité un diciembre,
cuando la ciudad en sus fiestas se engalana,
así llegué a sentir esa alegría honesta y sana,
y desde ese día, hice mía mi ciudad siempre...
El cerro Conchagua es su guardián celoso,
y el mar baña sus playas con pacíficas olas,
su parque, su iglesia, toda la urbe enarbola,
esa sencillez que posee este pueblo hermoso...
Esa brisa marina que despierta mi emoción,
con brutal calor quema mi ciudad impávida,
esa minuta de fresa en Punta de la Rábida,
y esas noches de estrellas en su Malecón...
También disfruté los bacanales mundanos,
allí donde pululan esos placeres carnales,
en su zona roja habían siempre carnavales,
y el vicio rampante fluía con placer ufano...
Llegué a respetar siempre humildemente,
esa bella gente que me recibió con cariño,
nunca me conocieron cuando yo era niño,
aún así me trataron siempre familiarmente...
Yo amé esa ciudad y una hija con pasión,
aún hoy en día mi mente guarda esa flor,
de esos años de rebeldía, placer y amor,
en mi ciudad que se llama... ¡La Unión!
Tamen
.