sábado, agosto 08, 2009

El Templo de Baco

La Praviana fue uno de los más famosos lugares de San Salvador durante tres décadas, y yo conocí el área en su vida nocturna por vez primera cuando tenía ocho años, en una semana de Fiestas Agostinas.

¿De dónde vino el nombre? Hay varias versiones, pero casi todas aseguran existió un bar pionero con ese nombre.

Ya antes del suceso que me pasó, había vagado por allí empujando mi rin de bicicleta a plena luz del sol, sin haber notado nada extraño. De día cientos de almas inocentes caminaban esas cuadras sin saber, o sabiendo, lo que las noches de fin de semana ocurría allí. Para entonces La Praviana no era un local específico sino una zona. Era un Templo dedicado a Baco.

En los inicios de los años sesenta abarcaba varias manzanas al norte del viejo centro capitalino, ciudad que para el tiempo de mi historia contaba 200 a 300 mil habitantes.

En mis vagancias –siendo un “cipotillo” - mis linderos de ese inocente San Salvador eran: Al norte la colonia Atlacatl, al sur la colonia Luz, al oriente la piscina la chacra next a la Terminal de Oriente, y al poniente la colonia Escalón. Pero teniendo La Praviana tan cerca nunca había estado en ella de noche y los “grandes” casi no hablaban de ella en mi presencia. Y era porque yo estaba muy “chiquito” para saber de ello. Se me mantenía secreto que casi todos los “machos” del mesón y del barrio siempre iban allí los viernes y sábados.

De metido entre la plática de los grandes, una vez oí su nombre por vez primera y, aparte, le pregunté a un “grande” que se iba a hacer allí y me dijo que “a marcar tarjeta”, ¡Ah! Dije como dando a entender entendía lo que no comprendía.

Quizás eran como las diez de la noche de ese día viernes de Fiesta de Agosto de los años 60s, -“bien noche” para los tiempos- cuando llegó una sirvienta de una de las casonas de “los gringos” alrededor del mesón, avisando a mi madre que recibió llamada de un familiar nuestro avisando la muerte de mi bisabuela paterna de 107 años. Nadie de los machos adultos se hallaba en casa, pues era viernes, “día de marcar tarjeta”, estábamos solos con mi madre y un hermano de apenas tres años aún mamando. Mi madre me despertó diciéndome que me vistiera pues había muerto “mamá Adela”; ella dejó encargado el “bebé” a la vecina del cuarto vecino y salimos a buscar un taxi.

El destino se suponía era la Calle Concepción cerca de “La Garita” donde vivía mi abuela con mi bisabuela. Aunque conocía San Salvador de día, esa noche me di cuenta no lo conocía de noche, pues no atiné donde íbamos.

A los diez minutos entramos a una calle concurrida con grupos de gente, mariachis, tríos y “mujeres” elegantes y abundante maquillaje. A ambos lados de la calle había casas con luces encendidas y música a todo volumen. El taxi paró enfrente de un local con un gran letrero vertical casi en forma de cruz encima de la puerta de entrada, las letras azules horizontales más pequeñas decían “Bar y Restaurant” y las letras azules verticales más grandes leía “EL FARO”.

Mi madre me dice: “Entrá allí, buscas a tu papá, les decís lo que pasó a mamadela y te salís rápido, aquí te espero en el taxi...”. La entrada no era muy grande, por lo que imaginaba era una cantina de esas que se ven en Tv, después de atravesar el pequeño pasillo lleno de grupos de “grandes”, se me abrió la amplitud del lugar y me entró miedo...

En aquellos puritanos tiempos en el terruño, encontrar a una mujer en una cantina se le consideraba una puta, y esa pienso hoy fue la razón por la cual mi madre me hizo que yo, un mono de segundo grado en la Joaquín Rodezno, entrara sólo.

De las muchas cantinas que pululaban la zona, El Faro y El Bengoa eran de los más populares. Había de todo desde cantinas lujosas en los linderos de la zona como el Lutecia, cantinitas decentes como el Don Chico, y cantinuchas que eran la mayoría y ubicadas en el corazón de la zona rodeando El Faro que parecía la cantina monarca.

No sé donde ubicaría El Faro, pero era el más grande. Allí cabían hasta 500 personas, había mesas de billar, mesas de póquer, juego de dados, tríos y mariachis a montones que sólo tocaban música mejicana. Era el santuario de la mayoría de ladrones y homosexuales capitalinos que osaban descubrirse. Los culeros más ricos de la capital, los tahúres más mañosos y los ladrones más peligrosos de San Salvador, frecuentaban y coincidían en El Faro con los profesionales, bachilleres, universitarios, oficinistas, ordenanzas, abogaduchos, ingenieruchos, tinterillos, meritoriantes, obreros, etc., era el internet de hoy, la diferencia era que allí sólo por dos días a la semana se disfrutaba de impíos bacanales (como decía mi madre) que era rigor todos los viernes y sábados por la noche.

Pero las cantinuchas de La Praviana a veces tornaban violentas y era común leer los lunes en “primera plana” en los diarios capitalinos noticias como: “el lugar donde se suscitó una riña que terminó en muertos y heridos”, cuando los muertos y heridos eran rarísimos comparado ahora.

Yo salí hecho un pedo de regreso al taxi en pánico y le dije a mi madre que me daba miedo; mientras mi madre me llenaba de valor con un “no te va a pasar nada, nadie te va a comer” el taxista se ofreció acompañarme... Por supuesto que hubo esa extinta especie de taxistas íntegros en el viejo San Salvador.

El “señor” taxista me agarró de la mano y entramos al Templo de Baco. Caminando en medio de las mesas el taxista me decía que buscara mi padre mirando a todos lados, pero yo veía a la mujer “bella” con voz de hombre, o a los mal encarados con las cartas en la mano. Al fin, y con sorpresa, pude ver a mi tío, hermano de mi madre, en medio la bulla y gentío, jugando naipes en una mesa, hice el mandado y él me dijo “Yo vi a tu tata hace un rato, decíle a tu nana que yo lo busco y me lo llevo, pero ya salite de aquí que te pueden llevar preso...” Como si ser “chiquito” en ese lugar era ser delincuente.

Fue algo tan nuevo para mí, que no pude dejar de pensar en El Faro ni durante el velorio, ni el entierro de mi bisabuela.

Diez años después, en los inicios de los 70s, pude de nuevo entrar a ese lugar. Pero ya había cambiado y ya estaba agonizando, no solo El Faro, sino la entera Praviana, tal cual mi tata y los “machos” capitalinos la disfrutaron.

Tamen
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