martes, diciembre 08, 2020

Celebrando Casi 13 Años: Puta Vieja Por El Doctor Melitón Barba


Uno de los artículos que más me asombraron cuando descubrí en los 90s al doctor Melitón Barba fue Puta Vieja. Un excelente vívido relato de lo que yo mismo he testificado durante mis casi 67 años de convivio con los terrícolas… "La novia del estudiante es la puta del profesional"... Le oí decir al doctor Moreno Bulnes cuando fue mi tutor en quinto año en el Rosales en 1979… Y la mera neta es que ese "dicho" es tan común no sólo en mi tierra sino que a nivel regional centroamericano y latinoamericano.

Puta Vieja han sido miles de salvadoreñas, y no sólo sexoservidoras, sino también guanacas del servicio doméstico, secretarias, oficinistas… La Puta Vieja del Dr. Barba, quizás debido a su forma de vida, se cuidaba no salir preñada, pero las domésticas-secretarias-oficinistas-…, salir embarazadas era fatal porque se arruinaban dos vidas -tal como sigue sucediendo hoy-, la madre perdía su futuro y un niño o niña sin tata es muchas veces fatal.

El escritor y doctor en medicina Melitón Barba Camacho nació en San Salvador en octubre 1924 y falleció en junio 2001… Estudió y se graduó de médico en la Universidad Nacional El Salvador, en la década de los 60 fue catedrático universitario, pero debido a su inclinación izquierdista tuvo que huir al extranjero perseguido por la dictadura del complejo/militar/oligárquico/gringolandés.

Su más conocido relato como escritor es Puta Vieja, escrita en el San Salvador de 1988, pero dejó publicadas otras narrativas y cuentos de tipo regionalista.

PUTA VIEJA

Doctor Melitón Barba.

Así era mi cuerpo, como el de la Margot, la cipota que está acusada de guerrillera. Claro, han pasado tantísimos años que ahora con mi cara cruzada de arrugas, la boca sin dientes y los pilguajos de chiches que me quedan, nadie podría reconocerme. Pero era bonita, aunque se rían.

Cuando lo conocí acababa de llegar al “Over de Top”, un burdel que quedaba en Soyapango y donde había otras quince muchachas, todas lindas, porque el Over era de lujo, sólo lo frecuentaban señores de carro y por la salida de una había que pagar quince colones. En ninguna parte cobraban tanto.

Él vivía en una de las casitas de madera que quedaban a la orilla de la cuestona que sube para Soyapango. Lo veía con su uniforme del Instituto Nacional, siempre bien limpio, con los cuadernos apretados debajo del sobaco y su quepis de lado, con la hebilla del cincho bien lustrada; caminaba la cuestona del Agua Caliente para tomar el bus en la Garita, aunque muchas veces se iba a pie, porque no tenía ni cinco para la camioneta.

Al principio me miraba con desconfianza porque yo iba bien pintarrajeada, las cejas recortadas y los montones de rouge en la cara. Quizás por eso decían que a las que se pintan así la cara les rebota de putas. Yo estaba bien cipota, de unos diecisiete. Él era menor. Apenas llevaba una estrellita negra en la manga de la guerrera cuando me dijo que iba a cumplir los trece.

No me miraba, me tragaba con los ojos, y yo que ya era un tigre que caza echado, me burlaba y a propósito usaba unos vestiditos cortitos, o me bajaba a comprar la leche, sin sostenes, caminando la cuestona a la par suya y lo miraba al pobre, todo rojo de vergüenza tratando de cubrirse la bragueta con los libros, porque ya se le había endurado la cuestión. Hasta que comenzamos a hacernos amigos.

Al poco tiempo me regaló una foto y es por esa foto que estoy presa. Era mi chulo. Pero no de esos que le pegan a una y dicen que la protegen. No. Él nunca me pegó. Era mi chulo porque era mi marido, aunque no vivíamos juntos en la misma casa, pues yo siempre anduve en los burdeles, hasta que puse mi propia pieza a orilla de calle, allá por La Tiendona, y aunque se quedaba a dormir conmigo toda la noche, pero sólo los viernes, porque estaba estudiando.

Yo, para qué voy a negarlo, siempre estuve engazada de él. Hasta ahora.

Cuando recién comenzamos nuestro idilio no me quería agarrar los centavos, entonces yo le compraba ropa, buenas camisas italianas de donde Hugo Tona, y las mejores zapatillas que había en La Marzenit. Me gustaba que anduviera bien guapo y, aunque salíamos poco, me sentía orgullosa de vestirlo bien tipería. Así fue que se acostumbró a la buena ropa. Hasta la de uniforme se la compraba de la mejor tela, no la rascuache que la vendían en Martínez y Saprisa. Ninguno del Instituto Nacional se vestía tan bien como yo lo vestía a él.

Los viernes me ponía lo mejorcito que tenía, pura angelita parecía, sin pintarme para que no me viera la cara de lo que era, y lo llevaba a comer. Íbamos a comer al restaurante Francés, uno bien elegante que quedaba esquina opuesta a donde Ambrogi y nos íbamos en taxi para que no lo vieran sus amigos. Nunca lo llevé a los restaurantes adonde lo llevan a una los clientes, ¡cómo van a creer! Ni al Claros de Luna, ni al Mercedes, ni siquiera a El Migueleño. Íbamos al Francés porque además allí había reservados y no me importaba gastar lo que fuera.

Para su bachillerato le regalé un traje entero, de allí mismo, donde Tona, un casimir inglés gris oscuro, que se lo hizo el maestro Huguet de la Sastrería Anatómica. Se miraba elegantísimo con su corbata roja pringada de blanco, y esa noche del título nos fuimos al restaurante y lo hice que se bebiera como seis jaiboles. Cuando llegamos a la pieza iba bien atarantado y pasamos una velada deliciosa haciendo planes para su futuro. Por esa época yo sentía que me quería. Esa noche me regaló otra foto de uniforme, donde estaba en grupo, pero se me perdió. La otra sí, la conservé toda mi vida.

En la universidad se cuidaba más de que no lo vieran conmigo, y yo lo comprendía, claro, porque iba a ser abogado y no era conveniente. A mí no me importaba, yo era feliz con que llegara una vez por semana a traer los centavos para los gastos y para sus libros. Porque era buen estudiante. No le gustaba tener que prestar libros, por lo que yo hacía el sacrificio para que no le faltaran. Me acuerdo cuando le compré el Código Penal. Me dijo que donde el Choco Albino se encontraban usados, pero yo no permitía eso. Para mi rey siempre debía ser lo mejor y se lo compré nuevo, no importaba si me machucaban más veces la babosada. Al fin y al cabo, ya estaba acostumbrada.

Así seguimos hasta que terminó la carrera y lo mandaron a hacer su servicio social a un pueblo, pero nunca me dio el nombre del lugar. Eran tres años que iba a pasar de juez y yo presentía que era la despedida, porque ya no llegaba tan seguido, aunque siempre le tenía su ropita nueva, calcetines de seda, sus buenos zapatos y, en fin, todos sus libros. Porque aquí donde me ven, toda arruinada, me siento orgullosa de haberle comprado todos sus libros.

A su doctoramiento no me invitó, pero es que para entonces yo ya no servía. Ni señas de aquel culito bonito del Over.

Llevaba como quince años de vida miserable, con tantos desvelos, y los clientes que obligan a tomar, y si una no cede, no salen. Era borracha entonces, pero delante de él lo disimulaba. No tomaba nada, aunque a veces me sentía olor a trago y se molestaba.

Se perdía por temporadas sólo llegaba por necesidad de los centavos. Pobrecito.

En esos tres años lo perdí. No lo volví a ver nunca, por más que hice para buscarlo. Como no permitía que conociera a sus amigos, no tenía a quién preguntarle. Después supe que se casó con una rica de aquel pueblo. ¡A saber!.

Entonces, de decepción, comencé a tomar más seguido y fui perdiendo mi clientela. De aquella puta que cobraba cinco pesos en mi pieza, fui bajando hasta llegar a tostones. Estaba marchita. Me había adelgazado y tomaba a diario. El único consuelo era su fotografía, que había mandado a ampliar y tenía en un marquito con vidrio y todo. Pensaba que algún día volvería, pero así fueron pasando como veinte años o más.

Después ya ni de puta servía, por vieja, flaca y fea. Así puse una mi ventecita de frutas allí mismo, en el mesón, ¡pero que iba a ganar! Además estaba podrida de la sangre, porque en la Sanidad me habían puesto la novecientos catorce varias veces, pero siempre estaba toda llena de chiras.

Entonces vino el pleito, porque la pieza la compartía con la Tencha, una puta no tan vieja que todavía trabajaba con el cuerpo pero era más borracha que el mismo guaro. Estaba necia desde hacía meses queriéndome quebrar la foto y burlándose de mi abogado. Eso a mí no me importaba, pero que no me fuera a tocar la foto, porque se iba a arrepentir. Hasta una noche, en que las dos estábamos pasadas de borrachas, agarró la foto y la tiró contra el suelo, y después la rompió en mil pedacitos. Yo no le dije nada porque tenía miedo, pero cuando estaba dormida le metí a saber cuántas puñaladas y me acosté. Al día siguiente la hallaron bien muerta. Y no me arrepiento, si me volviera a romper la foto, la volvería a coser a puros trabones.

A él, después de veinticinco años, lo volví a ver en el juicio. Estaba lindo, bien verlo, con un traje gris oscuro como el primero que le regalé. Se veía elegante, como cuando yo lo vestía. Era el fiscal. Es decir, no era él propio, sino su hijo. Eran igualitos. La misma mirada seria, el mismo bigote, su misma boca que tantas veces me comí, ¡y como sabía el muchacho! Hizo pedazos al defensor que me habían puesto, y yo, mientras él me insultaba, me decía puta vieja y otras cosas, lo miraba, embelezada, no le apartaba la vista, pensaba que era él, mi estudiante, el único amor de mi vida. A veces me turbaba y yo le obsequiaba una sonrisa. Era lindo, tenía la misma voz, y los mismos gestos. Cogía el cigarrillo igualito que él, y de malicia echaba bocanadas de coronitas como el papá.

Cuando terminó el juicio llegó a la banca donde yo estaba y me preguntó que por qué lo veía con tanta ternura, si él estaba pidiendo mi condena. Porque sí, le dije. Porque usted es bien lindo, como hubiera querido que fuera mi hijo, y le besé la mano.

Aquí en la cárcel me enseñaron el diario y recorté la foto. Se miraban bien lindos. Él, ya viejón, pero guapo, y él, jovencito, en primera plana. Resonante triunfo de padre e hijo, decía. Magistrado asciende a presidente de la Corte Suprema el mismo día que su hijo obtiene la condena de una asesina. ¡Se miraban bien lindos! ¡Bien lindos!


Dr. Melitón Barba

Tamen

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