Puta Vieja han sido miles de salvadoreñas, y no sólo sexoservidoras, sino también guanacas del servicio doméstico, secretarias, oficinistas… La Puta
Vieja del Dr. Barba, quizás debido a su forma de vida, se cuidaba no salir
preñada, pero las domésticas-secretarias-oficinistas-…, salir embarazadas era
fatal porque se arruinaban dos vidas -tal como sigue sucediendo hoy-, la madre
perdía su futuro y un niño o niña sin tata es muchas veces fatal.
El escritor y doctor en medicina Melitón Barba Camacho
nació en San Salvador en octubre 1924 y falleció en junio 2001… Estudió y se
graduó de médico en la Universidad Nacional El Salvador, en la década de los 60
fue catedrático universitario, pero debido a su inclinación izquierdista tuvo
que huir al extranjero perseguido por la dictadura del
complejo/militar/oligárquico/gringolandés.
Su más conocido relato como escritor es Puta Vieja,
escrita en el San Salvador de 1988, pero dejó publicadas otras narrativas y
cuentos de tipo regionalista.
PUTA VIEJA
Doctor Melitón Barba.
Así era mi cuerpo, como el de la Margot, la cipota que
está acusada de guerrillera. Claro, han pasado tantísimos años que ahora con mi
cara cruzada de arrugas, la boca sin dientes y los pilguajos de chiches que me
quedan, nadie podría reconocerme. Pero era bonita, aunque se rían.
Cuando lo conocí acababa de llegar al “Over de Top”, un
burdel que quedaba en Soyapango y donde había otras quince muchachas, todas
lindas, porque el Over era de lujo, sólo lo frecuentaban señores de carro y por
la salida de una había que pagar quince colones. En ninguna parte cobraban
tanto.
Él vivía en una de las casitas de madera que quedaban a la
orilla de la cuestona que sube para Soyapango. Lo veía con su uniforme del
Instituto Nacional, siempre bien limpio, con los cuadernos apretados debajo del
sobaco y su quepis de lado, con la hebilla del cincho bien lustrada; caminaba
la cuestona del Agua Caliente para tomar el bus en la Garita, aunque muchas
veces se iba a pie, porque no tenía ni cinco para la camioneta.
Al principio me miraba con desconfianza porque yo iba bien
pintarrajeada, las cejas recortadas y los montones de rouge en la cara. Quizás
por eso decían que a las que se pintan así la cara les rebota de putas. Yo
estaba bien cipota, de unos diecisiete. Él era menor. Apenas llevaba una
estrellita negra en la manga de la guerrera cuando me dijo que iba a cumplir
los trece.
No me miraba, me tragaba con los ojos, y yo que ya era un
tigre que caza echado, me burlaba y a propósito usaba unos vestiditos cortitos,
o me bajaba a comprar la leche, sin sostenes, caminando la cuestona a la par
suya y lo miraba al pobre, todo rojo de vergüenza tratando de cubrirse la
bragueta con los libros, porque ya se le había endurado la cuestión. Hasta que
comenzamos a hacernos amigos.
Al poco tiempo me regaló una foto y es por esa foto que estoy
presa. Era mi chulo. Pero no de esos que le pegan a una y dicen que la
protegen. No. Él nunca me pegó. Era mi chulo porque era mi marido, aunque no
vivíamos juntos en la misma casa, pues yo siempre anduve en los burdeles, hasta
que puse mi propia pieza a orilla de calle, allá por La Tiendona, y aunque se
quedaba a dormir conmigo toda la noche, pero sólo los viernes, porque estaba
estudiando.
Yo, para qué voy a negarlo, siempre estuve engazada de él.
Hasta ahora.
Cuando recién comenzamos nuestro idilio no me quería agarrar
los centavos, entonces yo le compraba ropa, buenas camisas italianas de donde
Hugo Tona, y las mejores zapatillas que había en La Marzenit. Me gustaba que
anduviera bien guapo y, aunque salíamos poco, me sentía orgullosa de vestirlo
bien tipería. Así fue que se acostumbró a la buena ropa. Hasta la de uniforme
se la compraba de la mejor tela, no la rascuache que la vendían en Martínez y
Saprisa. Ninguno del Instituto Nacional se vestía tan bien como yo lo vestía a
él.
Los viernes me ponía lo mejorcito que tenía, pura angelita
parecía, sin pintarme para que no me viera la cara de lo que era, y lo llevaba
a comer. Íbamos a comer al restaurante Francés, uno bien elegante que quedaba
esquina opuesta a donde Ambrogi y nos íbamos en taxi para que no lo vieran sus
amigos. Nunca lo llevé a los restaurantes adonde lo llevan a una los clientes,
¡cómo van a creer! Ni al Claros de Luna, ni al Mercedes, ni siquiera a El
Migueleño. Íbamos al Francés porque además allí había reservados y no me
importaba gastar lo que fuera.
Para su bachillerato le regalé un traje entero, de allí
mismo, donde Tona, un casimir inglés gris oscuro, que se lo hizo el maestro
Huguet de la Sastrería Anatómica. Se miraba elegantísimo con su corbata roja
pringada de blanco, y esa noche del título nos fuimos al restaurante y lo hice
que se bebiera como seis jaiboles. Cuando llegamos a la pieza iba bien
atarantado y pasamos una velada deliciosa haciendo planes para su futuro. Por esa
época yo sentía que me quería. Esa noche me regaló otra foto de uniforme, donde
estaba en grupo, pero se me perdió. La otra sí, la conservé toda mi vida.
En la universidad se cuidaba más de que no lo vieran conmigo,
y yo lo comprendía, claro, porque iba a ser abogado y no era conveniente. A mí
no me importaba, yo era feliz con que llegara una vez por semana a traer los
centavos para los gastos y para sus libros. Porque era buen estudiante. No le
gustaba tener que prestar libros, por lo que yo hacía el sacrificio para que no
le faltaran. Me acuerdo cuando le compré el Código Penal. Me dijo que donde el
Choco Albino se encontraban usados, pero yo no permitía eso. Para mi rey
siempre debía ser lo mejor y se lo compré nuevo, no importaba si me machucaban más
veces la babosada. Al fin y al cabo, ya estaba acostumbrada.
Así seguimos hasta que terminó la carrera y lo mandaron a
hacer su servicio social a un pueblo, pero nunca me dio el nombre del lugar.
Eran tres años que iba a pasar de juez y yo presentía que era la despedida,
porque ya no llegaba tan seguido, aunque siempre le tenía su ropita nueva,
calcetines de seda, sus buenos zapatos y, en fin, todos sus libros. Porque aquí
donde me ven, toda arruinada, me siento orgullosa de haberle comprado todos sus
libros.
A su doctoramiento no me invitó, pero es que para entonces yo
ya no servía. Ni señas de aquel culito bonito del Over.
Llevaba como quince años de vida miserable, con tantos
desvelos, y los clientes que obligan a tomar, y si una no cede, no salen. Era
borracha entonces, pero delante de él lo disimulaba. No tomaba nada, aunque a
veces me sentía olor a trago y se molestaba.
Se perdía por temporadas sólo llegaba por necesidad de los
centavos. Pobrecito.
En esos tres años lo perdí. No lo volví a ver nunca, por más
que hice para buscarlo. Como no permitía que conociera a sus amigos, no tenía a
quién preguntarle. Después supe que se casó con una rica de aquel pueblo. ¡A
saber!.
Entonces, de decepción, comencé a tomar más seguido y fui
perdiendo mi clientela. De aquella puta que cobraba cinco pesos en mi pieza,
fui bajando hasta llegar a tostones. Estaba marchita. Me había adelgazado y
tomaba a diario. El único consuelo era su fotografía, que había mandado a
ampliar y tenía en un marquito con vidrio y todo. Pensaba que algún día
volvería, pero así fueron pasando como veinte años o más.
Después ya ni de puta servía, por vieja, flaca y fea. Así
puse una mi ventecita de frutas allí mismo, en el mesón, ¡pero que iba a ganar!
Además estaba podrida de la sangre, porque en la Sanidad me habían puesto la
novecientos catorce varias veces, pero siempre estaba toda llena de chiras.
Entonces vino el pleito, porque la pieza la compartía con la
Tencha, una puta no tan vieja que todavía trabajaba con el cuerpo pero era más
borracha que el mismo guaro. Estaba necia desde hacía meses queriéndome quebrar
la foto y burlándose de mi abogado. Eso a mí no me importaba, pero que no me
fuera a tocar la foto, porque se iba a arrepentir. Hasta una noche, en que las
dos estábamos pasadas de borrachas, agarró la foto y la tiró contra el suelo, y
después la rompió en mil pedacitos. Yo no le dije nada porque tenía miedo, pero
cuando estaba dormida le metí a saber cuántas puñaladas y me acosté. Al día
siguiente la hallaron bien muerta. Y no me arrepiento, si me volviera a romper
la foto, la volvería a coser a puros trabones.
A él, después de veinticinco años, lo volví a ver en el
juicio. Estaba lindo, bien verlo, con un traje gris oscuro como el primero que
le regalé. Se veía elegante, como cuando yo lo vestía. Era el fiscal. Es decir,
no era él propio, sino su hijo. Eran igualitos. La misma mirada seria, el mismo
bigote, su misma boca que tantas veces me comí, ¡y como sabía el muchacho! Hizo
pedazos al defensor que me habían puesto, y yo, mientras él me insultaba, me
decía puta vieja y otras cosas, lo miraba, embelezada, no le apartaba la vista,
pensaba que era él, mi estudiante, el único amor de mi vida. A veces me turbaba
y yo le obsequiaba una sonrisa. Era lindo, tenía la misma voz, y los mismos
gestos. Cogía el cigarrillo igualito que él, y de malicia echaba bocanadas de
coronitas como el papá.
Cuando terminó el juicio llegó a la banca donde yo estaba y
me preguntó que por qué lo veía con tanta ternura, si él estaba pidiendo mi
condena. Porque sí, le dije. Porque usted es bien lindo, como hubiera querido
que fuera mi hijo, y le besé la mano.
Aquí en la cárcel me enseñaron el diario y recorté la foto.
Se miraban bien lindos. Él, ya viejón, pero guapo, y él, jovencito, en primera
plana. Resonante triunfo de padre e hijo, decía. Magistrado asciende a
presidente de la Corte Suprema el mismo día que su hijo obtiene la condena de
una asesina. ¡Se miraban bien lindos! ¡Bien lindos!
Dr. Melitón
Barba
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